miércoles, 24 de noviembre de 2010

Río de Janeiro, ciudad sin ley

Por Henrique Mariño
La violencia ha vuelto a estallar en las favelas de Río de Janeiro. Todo comenzó el domingo, cuando los narcos atacaron puestos de policía e incendiaron vehículos en represalia por el despliegue de las Unidades de Policía Pacificadora (UPP) y por el traslado de presos a cárceles federales. Desde entonces, la Policía ha contabilizado 21 muertos y 150 detenidos en operaciones contra presuntos criminales.

Explicar qué es el cielo y el infierno no resulta fácil, pero hay metáforas que ayudan a hacerlo. Río de Janeiro simboliza ambas cosas. El paraíso está al nivel del mar, que humedece las playas de Ipanema y Copacabana, con sus cuerpazos al sol y sus terrazas donde tomarse una cerveza con colarinho, bien fresca, al ritmo de la samba y los contoneos de la chavalada. No lejos de allí y ajeno a los ojos del turista, el averno ha ocupado los morros (cerros) de la cidade maravilhosa: pobreza, violencia, marginalidad, narcotráfico, fracaso escolar, crimen, esperanza de vida menguante… El mundo al revés: arriba el infierno y abajo el cielo.

La capital turística y cultural de Brasil, donde cada día mueren violentamente unas veinte personas, sin contar a los desaparecidos, albergará el Mundial de Fútbol de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016. Muchos habitantes de Chicago, Tokio o Madrid, que aspiraban a llevarse los seis aros a casa, todavía se preguntan cómo es posible que una de las urbes más violentas del planeta albergue un evento semejante. Infraestructuras al margen, Río es una ciudad insegura, con tres mafias que dominan el tráfico de drogas, grupos paramilitares que intentan desplazar a éstas para imponer su propia ley, y una policía violenta, corrupta y de gatillo fácil. Nadie pone en duda el esfuerzo de autoridades políticas y policiales para controlar la situación durante el desarrollo de ambas competiciones deportivas, pero a día de hoy la situación pone los pelos de punta.


Las favelas tienen en Río, a diferencia de las bidonvilles o villas miseria de otras latitudes, una particularidad. Están en las lomas de las montañas. Su nacimiento se remonta a principios del siglo pasado, cuando el Gobierno cedió a algunos militares terrenos en alto en compensación por los servicios prestados en el frente. En aquellas montañas próximas a la costa, que confieren a la ciudad esa belleza característica, capricho de la naturaleza, crecía la planta de la favela. Ésta dio nombre al Morro de la Favela y, con el tiempo, a todas las construcciones de infraviviendas que comenzaron a surgir en las zonas de la ciudad donde el ladrillo de los ricos, blancos de origen europeo, no había llegado. Allí se estableció, y lo sigue haciendo, la población negra y mulata del noreste de Brasil. Inmigración interior y de escasos recursos.

Aunque con el paso de los años también han proliferado los poblados de chabolas en áreas más llanas de la periferia, las zonas nobles de Río, sembradas de riscos, están flanqueadas por barrios humildes. El Hotel Sheraton, por ejemplo, tiene unas maravillosas vistas a la playa de Leblón, pero si al cliente le toca la habitación equivocada se topará con un panorama más modesto: el de la favela de Vidigal. Y, para ahondar en la paradoja, desde el citado arenal la más bella estampa es la que proporcionan los cientos de lucecitas que de noche brotan allá arriba, o sea, en el corazón de la pobreza. Y pobre, quede claro, no significa malhechor. Buena parte de sus moradores son trabajadores que cobran sueldos míseros y sacan adelante la ciudad. Mano de obra barata que permite tener a varios camareros tras la barra o a un par de chachas en casa. Ellos, en el fondo, son víctimas por partida triple: por no tener un duro y cargar con los trabajos más ingratos, por sufrir la violencia de traficantes y policías, y por tener que cargar con el sambenito de favelados, o sea, los que moran en la favela.

Vivir es muy peligroso, decía el escritor y diplomático brasileño Guimaraes Rosa. En Río de Janeiro, añadiría cualquier carioca acostumbrado a bregar con la inseguridad cotidiana, todavía más. En 1.000 páginas de calendario, se registraron más de 20.000 asesinatos, según la ONG Río de Paz, que asegura que entre enero de 2007 y septiembre de 2009 murieron a diario 20 fluminenses (gentilicio de los habitantes del Estado de Río de Janeiro). Los datos, extraídos de las estadísticas del Instituto de Seguridad Pública, presentan 16.310 homicidios, 3.272 fallecidos en enfrentamientos con la policía, 589 víctimas de robo asesinadas, 84 agentes muertos en servicio… Total: 22.250 personas bajo tierra en un estado de 15,5 millones de habitantes, de los cuales unos seis viven en la capital. Una significativa parte, en viviendas precarias repartidas en las casi 1.000 favelas existentes, dos centenares más que cinco años antes, según datos del Instituto Municipal de Urbanismo Pereira Passos.

Muchas de esas víctimas representan los daños colaterales de una guerra (civil) entre narcos, policía y milicias. Los primeros controlan las drogas. Hay tres facciones, que han perdido poder y sufrido escisiones, luchando en la actualidad por conservar sus territorios: Terceiro Comando, Amigos dos Amigos y Comando Vermelho, la organización criminal pionera, nacida en los años 70 en la prisión de Candido Mendes. Allí coincidieron presos comunes y políticos, encarcelados por hacer frente a la dictadura militar de 1964. De ellos, los delincuentes aprendieron a ser solidarios para hacer frente a los abusos carcelarios y a las durísimas condiciones de vida entre rejas, pero también tácticas guerrilleras que pusieron en práctica, una vez fuera de prisión, durante los asaltos a bancos. El roce con los reos izquierdistas les inoculó, digamos, una cierta conciencia de clase y les profesionalizó en el crimen.

Una vez que la mafia carcelaria se instaló en las favelas, ésta comenzó a traficar con estupefacientes, surtiéndose de jóvenes que ejercerían de vigilantes, vendedores y soldados. Unos caerían y vendrían otros a sustituirles. Como comentó Antonio Carlos Costa, de Río de Paz, hay “miles de jóvenes pobres, sin escolarizar, sin una referencia paterna, con una demanda incomensurable de autoestima y listos para ocupar los puestos dejados por sus compañeros asesinados”. La escalada de violencia ha llevado a rebautizar el Complejo del Alemao, una de las zonas más conflictivas de la ciudad, como la Franja de Gaza. Y el símil con los territorios palestinos no termina ahí, dado que el Gobierno estatal anunció el pasado año, con la excusa de proteger el medio ambiente, la construcción de altos muros alrededor de Dona Marta, Rocinha y otras favelas del sur, cercanas a los barrios de clase media y alta.

Lejos de las bocas de humo, denominación de los puntos de venta de droga en los morros, la delincuencia campa a sus anchas por las calles de la ciudad: atracos, secuestros express y arrastoes (de arrastre), una táctica de robo colectivo practicada por varios bandidos que dejan sin blanca a aquellos que están en la playa, en un local o en su propio edificio. Sin embargo, en cuanto a la criminalidad organizada, los expertos le restan importancia al peso de los traficantes y se lo otorgan a las milicias, formadas por policías en activo y retirados, bomberos, militares, carceleros y, en la sombra, por políticos que apoyan a estos grupos paramilitares, como ha demostrado una investigación parlamentaria que puso en evidencia las amistades peligrosas de concejales y diputados estatales.

La reducción de ganancias en el tráfico de drogas motivó que los policías corruptos que antaño le exprimían el dinero a los narcos a cambio de hacer la vista gorda pasasen a controlar directamente las favelas. Así, su objetivo fue desplazar a los narcos de sus bastiones y extorsionar a sus moradores, gente corriente, cobrándoles un impuesto revolucionario por una supuesta protección y abusivas tasas por servicios y artículos de uso cotidiano: gas, electricidad, transporte, televisión por cable…

“El gran problema de Río fue el tráfico de drogas. Hoy declina y lo ha sustituido las milicias. Matan a los narcos, esconden los cuerpos y nadie denuncia”, explica Luiz Eduardo Soares, ex secretario nacional de Seguridad Pública de Brasil, quien sostiene que todavía no han explotado a fondo el filón de las drogas debido al jugoso lucro que sacan de sus negocios en los barrios pobres, donde también “controlan a los votantes, negocian sus papeletas con los políticos o incluso se convierten ellos en candidatos”. Las milicias, como la Liga de la Justicia o el Comando Chico Bala, han llegado a dominar unas 200 favelas, en su mayoría en la zona oeste de Río. Y los cinematográficos nombres de sus líderes (Batman, Popeye…) han venido a sustituir a los Fernandinho Beira-Mar y Marcinho VP, históricos del Comando Vermelho.

Con los viejos cabecillas muertos o encarcelados, las nuevas generaciones de traficantes también sufren los efectos de la crisis económica, de la aparición de drogas sintéticas que sortean el paso por los morros y del auge de otras baratas como el crack, lo que se traduce en menores márgenes e ingresos para los vendedores. ¿Por qué, entonces, sigue resultando tan atractiva la carrera de narco para un chaval, al margen de sus problemas económicos o familiares?

La investigación “Meninos de Río: jóvenes, violencia armada y policía en las favelas cariocas”, promovida por UNICEF, revela que la culpa es de las llamadas ‘Marías fusil’: chicas de la favela e incluso de otros estratos sociales, apasionadas por los bailes funk, que sienten una irresistible atracción por los hombres armados. De ahí que la sensación de poder y la certeza de tener a un puñado de mujeres a mano se haya convertido en el gancho para que la pescadilla se siga mordiendo la cola. “El chico no tiene nada… No tiene dónde caer muerto”, confesó una madre a los autores del estudio. “¿Pero sabe cuántas mujeres tiene? Cuántas quiera tener. Dependiendo del arma, más chicas tendrá”.

Este mundo paralelo e indómito habita en la ciudad que acogerá el Mundial de Fútbol y las Olimpiadas. Luiz Eduardo Soares cree, sin embargo, que todo transcurrirá con normalidad. “Hay que mirar el pasado. Hubo acontecimientos que exigieron un fuerte despliegue de fuerzas del orden, y no pasó nada.
 Nuestro problema está en el día a día, no en los grandes eventos”.
Así, el Papa Juan Pablo II visitó la urbe sin incidencias, previo trabajo sucio de los cuerpos policiales de élite (BOPE), que limpiaron la zona cercana a la casa del arzobispo: 30 muertos y 30 detenidos. Michael Jackson filmó el videoclip They Don´t Care About Us en la favela Dona Marta, con el visto bueno, eso sí, del traficante Marcinho VP, que garantizó la seguridad del rey del pop durante el rodaje. Y, más recientemente, los Juegos Panamericanos de 2007 se celebraron sin sorpresas, aunque recibieron el sobrenombre de Pandemonio debido a la brutal intervención previa de la Policía Militar en el Complejo del Alemao, que se saldó con una treintena de muertos.

La letalidad policial, que se incrementa antes de los grandes fastos, ha sido reconocida por el ministro de Justicia, Telles Barreto, quien reclama fuerzas del orden más preparadas, mientras que otros altos cargos brasileños, como el responsable de la Secretaría Nacional de Seguridad Pública, han sido más explícitos al rechazar la “tesis estúpida” de la equivalencia bélica. “Los bandidos no poseen sentido moral, pero nosotros estamos obligados a tenerlo. La insistencia por el fusil es un problema de complejo fálico”.

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