sábado, 30 de julio de 2011

Uruguay: El Chueco Maciel, el Ministro y el sereno de Pando - Soledad PlateroS

Sucedió otra vez: un sereno mató a un presunto ladrón que andaba por las azoteas. Primero le dio la voz de alto —un sereno puede dar la voz de alto, aparentemente, y esperar ser obedecido— pero el delincuente no se detuvo, así que el hombre disparó. El delincuente, un joven de 22 años, murió por un disparo de revólver calibre 38 que le perforó el abdomen. El sereno fue detenido, pero quedó en libertad al día siguiente. Se pudo comprobar que el joven fallecido había robado mercadería en un comercio cercano al lugar en el que fue abatido, pero no se pudo probar, en cambio, que él o su cómplice, si lo tenía, hayan disparado antes de que lo hiciera el vigilante.

Días antes, en una entrevista que salió en la diaria (el viernes 22 de julio), el ministro Bonomi decía que una parte de la izquierda tiene una visión idealizada de la delincuencia. Una visión ingenua, romántica, que tiende a pasar por alto lo malo y a colocar en primer plano los aspectos pintorescos o conmovedores de la vida al margen de la ley. Los periodistas, razonablemente, le hacían notar que era precisamente el sector de la izquierda al que él pertenecía —y pertenece — el que le cantaba al Chueco Maciel a fines de los años sesenta, y el ministro reconocía que sí, pero aclaraba que en aquella época “los delincuentes tenían ciertos códigos”. Y contaba que él mismo había vivido en un barrio que tenía fama de peligroso, pero que los chorros “decían que no robaban en el barrio porque tenían códigos”.
La historia de los códigos se viene escuchando hace rato en relación al delito y a sus nuevas modalidades. Los chorros de ahora no tienen códigos: roban en el propio barrio. Francamente, no consigo entender en qué es superior un chorro con códigos a uno sin códigos, moralmente hablando. Por qué motivo alguien que roba a veinte cuadras de su propia casa es menos malo que alguien que roba en la casa de al lado. Tan infame, tan miserable me parece el discurso de los códigos que me deja helada oírlo con tanta frecuencia entre personas que ejercen puestos de responsabilidad pública.
Personalmente, estoy tan lejos de idealizar una conducta violenta y antisocial como de justificar un linchamiento. Y tanto en uno como en otro caso procuro hacer un esfuerzo de comprensión del fenómeno, porque entiendo, como cualquiera debería poder entender, que tanto la violencia criminal como la violencia represiva tienen causas y fundamentos, y que la cosa no va a buen puerto si lo que se espera de nosotros es que estemos en un bando o en el otro.
Es verdad, como dice el ministro en la misma entrevista, que las políticas sociales que deberían revertir la marginalidad y la violencia no se le pueden pedir al ministerio del Interior. Sin embargo, el gobierno nacional parece confiar todas sus cartas a la capacidad del ministerio del Interior para poner orden en el revuelto mundo en el que conviven malvivientes y trabajadores honestos; ladrones y changadores; reducidores y honrados cuentapropistas.
El propio Ministro dice que los trabajadores que viven en los barrios en los que ha habido operativos de saturación son los más agradecidos por los procedimientos. Una pregunta que cabría hacerse es cómo fue que los trabajadores terminaron viviendo en asentamientos infestados de marginales. (O tal vez habría que entender de una vez por todas que “trabajadores”, en ese contexto, quiere decir “gente que se rebusca sin joder a nadie”. “Trabajadores”, en ese contexto, no quiere decir lo mismo que quería decir antes, hace tiempo, tal vez en la misma época en que los chorros tenían códigos.)
La otra pregunta que deberíamos hacernos es por qué nos resulta sorprendente que los chorros maten, y no nos sorprende que maten los vigilantes, o los comerciantes, o los policías.
Digámoslo así: un juez podrá dejarlo libre, podrá entender que actuó en defensa de la propiedad que debía custodiar, o que temió por su vida o lo que sea, pero el hecho es que el sereno mató al ladrón. Lo mató. Tenía un arma, y la usó para matar. En un país sin pena de muerte, el ladrón murió ejecutado por un sereno que cuidaba la propiedad de alguien.
No creo que el ladrón sea mejor que el vigilante. No estoy, ni estuve nunca, obnubilada por los aspectos románticos de la vida bandida. Nunca me fumé al Chueco Maciel ni a los pelotudos que lo celebraban. Lo que estoy diciendo es otra cosa: la vida dejó de ser algo sagrado. Y no porque no tenga valor, sino porque vale lo que vale la circunstancia concreta en que se la puede perder. Vale la bolsa que cargaba el pibe que murió. Vale la propiedad que custodiaba el vigilante. Vale el trabajo que no va a perder porque estuvo a la altura de sus responsabilidades.
Es verdad: a los chorros cada día les cuesta menos matar. Pero en eso no están solos.
UyPress
El Chueco Maciel - Daniel Viglietti
Por qué tu paso dolido

del norte hacia el sur,
el pie que no supo,
el pie que no supo
de risa o de luz?
Tu padre abandona la tierra
de Tacuarembó
buscando su tierra,
una tierra suya,
y nunca la halló
Encuentra la triste basura

donde viven mil,
encuentra la muerte,
encuentra el silencio
de aquel cantegril.
El Chueco, redondos los ojos
y sin pizarrón,
mirando a la madre,
mirando al hermano,
aprende el dolor
La luna, semana a semana,

lo ha visto vagar
armado de espuma,
buscando una orilla
como busca el mar.
El Chueco no sabe de orilla
ni sabe de mar,
.él sabe de rabia,

de rabia que apunta
y no quiere matar.
Asalta el banco y comparte
con el cantegril,
como antes el hambre,
como antes el hambre,
comparte el botín.
Así les canto la historia
del Chueco Maciel,
suena la sirena,
suena la sirena,
ya vienen por él.
Los diarios publican dos balas,

son diez o son mil,
mil ojos que miran,
mil ojos que miran
desde el cantegril.
El chueco era un uruguayo
de Tacuarembó,
de paso dolido,
de paso dolido,
de paso dolido.
Los chuecos se junten bien juntos,
bien juntos los pies,
y luego caminen buscando la patria,
la patria de todos, la patria Maciel,
esta patria chueca que no han de torcer
con duras cadenas los pies todos juntos
hemos de vencer




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